sábado, 15 de diciembre de 2012

Presentación de Emilio Fontanilla Debesa del libro El profesor y otros cuentos sevillanos de José Manuel Gómez Fernández





Emilio Fontanilla Debesa es catedrático de Lengua española y Literatura. Actualmente ejerce la docencia en el IES Isbilya de Sevilla. Ha sido presidente de la Asociación Andaluza de Profesores de Español Elio Antonio de Nebrija. Su interés por la lengua y la literatura españolas, así como por su enseñanza, se ha plasmado en diversas publicaciones, en la colaboración en proyectos editoriales destinados a la enseñanza secundaria y en la impartición de cursos de formación del profesorado. Actualmente coordina la colección Clásicos a Medida de Anaya.




Ante todo quiero agradecer a José Manuel la confianza que ha depositado en mí al pedirme la participación en este acto de presentación de El profesor y otros cuentos sevillanos. José Manuel y yo compartimos la profesión y la vocación docentes, y no hace mucho hemos compartido durante varios años aulas, pasillos, reuniones de departamento, claustros, sesiones de evaluación y, cómo no, comentarios, ilusiones, decepciones, frustraciones, reflexiones, en suma,  sobre la educación y sobre las vicisitudes cotidianas de nuestra vida como profesores de lengua y literatura de secundaria.  Inevitable resulta, por tanto, encontrar los ecos de tal convivencia en la lectura de la narración que abre el libro que nos ocupa  ya desde el mismo título: “El profesor”.  Centraré a continuación mi intervención en ella, como el autor me ha pedido.
En  las más de cincuenta páginas que abarca “El profesor” (es la más extensa de las narraciones que componen esta obra) el lector podrá encontrar, agrupando pinceladas y puntadas varias, un reflejo nítido y realista de la atmósfera que se respira en un instituto de secundaria de nuestros días. Ahí están el bullicio y el griterío adolescente, su conducta irreverente e irrespetuosa, la chulería, el matonismo de unos pocos alumnos, el gregarismo de muchos, el escaso apego al conocimiento, el enmascaramiento de la enseñanza auténtica y de la realidad de los hechos por medio de una jerga tecnocrática (o neolengua orwelliana), que se pretende progresista y salvífica. Y, naturalmente, el desconcierto de un profesor escéptico y pesimista (“esceptimista” es el neologismo que utiliza el narrador para describirlo, con feliz hallazgo lingüístico), ya cercano a los sesenta, “viejo y sufrido”, se nos dice, que aún viste con chaqueta y corbata y que hace del respeto santo y seña de la relación con los demás seres humanos. Profesor desubicado, por tanto, “romántico empedernido” en una selva donde la supremacía se logra por el uso de la fuerza, donde el prestigio ante los iguales lo otorga la capacidad para el desplante y el desafío, donde no hay lugar para aquello que no tenga una utilidad práctica inmediata. No en vano, Arturo Castillo, que es el nombre de este personaje, sentirá, como lo sienten muchos profesores, como lo he sentido yo en numerosas ocasiones, que “me han cambiado el trabajo”, sin que haya cambiado el nombre de la profesión en lo esencial (“profesor”),  sin necesidad de trasladarse a otro lugar para ejercer nuestro trabajo, sin que nadie haya reconocido públicamente que aquello que hoy se ve obligado a realizar a diario un profesor de secundaria que haya entrado en la cincuentena tiene poco que ver con aquello para lo que se preparó, con aquello que demostró en exigentes oposiciones y con aquello que, probablemente constituyó la ilusión de una vocación profesional juvenil.
Nos equivocaríamos gravemente, sin embargo, si llevados por las palabras anteriores, pensáramos que “El profesor” es un texto de denuncia de un estado de cosas ciertamente denunciable, al menos a mi juicio. Erraríamos si llevados por la descripción que hasta ahora he realizado, esperamos un tono lastimero, indignado, reivindicativo, desengañado. No, ciertamente no es ese el espíritu que nutre la pluma de nuestro autor en general ni en este caso en particular. Todo es más complejo.
Primero, porque incluso dentro de ese caldo de cultivo poco alentador, surge el milagro de la comunicación (de la comunión) profesor-alumno, el  milagro del contagio de la belleza, el milagro de la inoculación de la poesía. Oculta en la chabacanería, en la vulgaridad, en la zafiedad y la falta de educación que le permite la supervivencia diaria, Arturo encuentra  un alma, en el fondo no tan alejada de la suya, a pesar de la distancia medida en años, en formas de vestir y de hablar, en actitudes y en talante vital; un alma insatisfecha, como la suya, un alma que arrastra el dolor de la pérdida, de la ausencia, de la soledad, como la suya; un alma que busca confusamente respuestas, caminos. Si él busca en el recogimiento casi monacal del museo y en el deslumbramiento casi místico que un día sintió ante un cuadro de Zurbarán, su joven alumno busca en los mensajes no fácilmente descifrables que la cultura, por medio del cine, la música y, sobre todo, la literatura le aportan. Eso sí, de una forma clandestina, que no destruyan su prestigio de líder de la clase ganado con el gesto duro y la pose rebelde.
Segundo, porque a pesar de las dolorosas experiencias por las que habrá de atravesar al final del relato el protagonista, este se reafirmará en su vocación docente y, en vez de renunciar y dar el portazo que podría esperarse tras los sucesos que le ocurren y que no desvelaré aquí, evitará adoptar una actitud escapista para continuar intentando, por adversas que sean las circunstancias, cumplir con su destino, que “como el de todos, era el de trabajar por los demás”, derrotando, además, con la sabiduría del humor a sus agresores y agarrándose, en un final sorprendente y de gran belleza literaria, a la materialidad gozosa de la vida.
Segundo, porque el universo ficcionalizado en esta historia no se reduce al mundo de las aulas. Muchos otros aspectos de la vida contemporánea afloran por aquí y por allá en el desarrollo de una trama compleja que se abre, sin perder la unidad y la concentración que el género exige, hacia otras vertientes: el mundo de la televisión y de los inanes programas del corazón; la entrega, por el contrario, de los profesionales de la salud; el valor discutido del arte moderno; la impertinencia de los teleoperadores; las pandillas juveniles; las relaciones paterno-filiales; las condiciones de vida de los inmigrantes, la dificultad de las relaciones sentimentales…
Y tercero, last but not least (como dicen los ingleses), por la propia forma de narrar, por el vehículo expresivo que sustenta todos esos aspectos temáticos a los que me he referido. Y es que en “El profesor” encontramos un narrador de estirpe cervantina, que mira al mundo bienhumoradamente, con desengaño a veces, puede ser, pero nunca con amargura ni, mucho menos, con resentimiento. Con inmensa curiosidad, eso sí, con perplejidad desmenuzadora de costumbres, hábitos y formas de vida contemporáneas. También con discreta ironía distanciadora, que nos desenmascara las trampas del sistema que, sumergidos como estamos en él, nos pasan desapercibidas precisamente por su cotidianeidad.
El profesor y otros cuentos sevillanos, recordémoslo, es el título del libro que presentamos. Y es ciertamente en Sevilla donde ocurren los hechos de este primer relato. El espacio está explícita y claramente definido. La calle Lanza, el Museo de Bellas Artes, la SE-30, la Giralda, la Feria y la Semana Santa, algunas alusiones a acontecimientos y personajes de su historia no dejan duda alguna. Pero no se deje el lector engañar por el adjetivo “sevillanos”, esperando prosa costumbrista o localista. No es el estereotipo lo que importa, no el detalle folklórico ni la pincelada pintoresca. Se trata, eso sí de un sano realismo que ubica a los personajes y los acontecimientos en un hic et nunc próximo para hacerlos nuestros semejantes, nuestros iguales, para dejar claro que es a nosotros a quien nos habla, al hombre concreto de carne y hueso, a sus perplejidades, a sus desengaños y tristezas, a sus dificultades y a sus éxitos.
Literatura entrañablemente arraigada en lo humano (la estirpe de Cervantes, otra vez) es lo que nos ofrece José Manuel Gómez en este relato y, creo, que en todo el libro. Pues, a mi manera de ver, la postura del autor es intermedia entre quienes solo aspiran a que sus obras sean testimonio de la realidad, fotografía de la cotidianeidad y quienes aspiran a convertirlas en artefactos autónomos, desvinculados del mundo, puro juego estilístico y/o constructivo. De ahí, su estilo literario, límpido y suelto, que conduce con total naturalidad, el desarrollo de la historia, sin buscar el protagonismo, sin deslumbrar, sin estorbar, vamos; pero con certera precisión que sabe extraer la belleza de la sencillez.
Naturalidad, curiosidad, buen humor, perspicacia, humanidad, me quedo con esas palabras para terminar y resumir mis impresiones de lector de El profesor y otros cuentos sevillanos. ¿Acaso no son cualidades atribuibles también a la persona que los ha escrito?





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