Emilio Fontanilla Debesa es catedrático de Lengua española y Literatura.
Actualmente ejerce la docencia en el IES Isbilya de Sevilla. Ha sido
presidente de la Asociación Andaluza de Profesores de Español Elio Antonio de Nebrija. Su interés por la lengua y la literatura españolas,
así como por su enseñanza, se ha plasmado en diversas publicaciones, en
la colaboración en proyectos editoriales destinados a la enseñanza
secundaria y en la impartición de cursos de formación del profesorado.
Actualmente coordina la colección Clásicos a Medida de Anaya.
Ante todo quiero agradecer a José Manuel la confianza que
ha depositado en mí al pedirme la participación en este acto de presentación de
El profesor y otros cuentos sevillanos.
José Manuel y yo compartimos la profesión y la vocación docentes, y no hace mucho
hemos compartido durante varios años aulas, pasillos, reuniones de
departamento, claustros, sesiones de evaluación y, cómo no, comentarios,
ilusiones, decepciones, frustraciones, reflexiones, en suma, sobre la educación y sobre las vicisitudes
cotidianas de nuestra vida como profesores de lengua y literatura de
secundaria. Inevitable resulta, por
tanto, encontrar los ecos de tal convivencia en la lectura de la narración que
abre el libro que nos ocupa ya desde el
mismo título: “El profesor”. Centraré a
continuación mi intervención en ella, como el autor me ha pedido.
En las más de
cincuenta páginas que abarca “El profesor” (es la más extensa de las
narraciones que componen esta obra) el lector podrá encontrar, agrupando
pinceladas y puntadas varias, un reflejo nítido y realista de la atmósfera que
se respira en un instituto de secundaria de nuestros días. Ahí están el
bullicio y el griterío adolescente, su conducta irreverente e irrespetuosa, la
chulería, el matonismo de unos pocos alumnos, el gregarismo de muchos, el
escaso apego al conocimiento, el enmascaramiento de la enseñanza auténtica y de
la realidad de los hechos por medio de una jerga tecnocrática (o neolengua
orwelliana), que se pretende progresista y salvífica. Y, naturalmente, el desconcierto
de un profesor escéptico y pesimista (“esceptimista” es el neologismo que
utiliza el narrador para describirlo, con feliz hallazgo lingüístico), ya
cercano a los sesenta, “viejo y sufrido”, se nos dice, que aún viste con
chaqueta y corbata y que hace del respeto santo y seña de la relación con los
demás seres humanos. Profesor desubicado, por tanto, “romántico empedernido” en
una selva donde la supremacía se logra por el uso de la fuerza, donde el
prestigio ante los iguales lo otorga la capacidad para el desplante y el
desafío, donde no hay lugar para aquello que no tenga una utilidad práctica
inmediata. No en vano, Arturo Castillo, que es el nombre de este personaje,
sentirá, como lo sienten muchos profesores, como lo he sentido yo en numerosas
ocasiones, que “me han cambiado el trabajo”, sin que haya cambiado el nombre de
la profesión en lo esencial (“profesor”), sin necesidad de trasladarse a otro lugar para
ejercer nuestro trabajo, sin que nadie haya reconocido públicamente que aquello
que hoy se ve obligado a realizar a diario un profesor de secundaria que haya
entrado en la cincuentena tiene poco que ver con aquello para lo que se
preparó, con aquello que demostró en exigentes oposiciones y con aquello que,
probablemente constituyó la ilusión de una vocación profesional juvenil.
Nos equivocaríamos gravemente, sin embargo, si llevados por
las palabras anteriores, pensáramos que “El profesor” es un texto de denuncia
de un estado de cosas ciertamente denunciable, al menos a mi juicio. Erraríamos
si llevados por la descripción que hasta ahora he realizado, esperamos un tono
lastimero, indignado, reivindicativo, desengañado. No, ciertamente no es ese el
espíritu que nutre la pluma de nuestro autor en general ni en este caso en
particular. Todo es más complejo.
Primero, porque incluso dentro de ese caldo de cultivo poco
alentador, surge el milagro de la comunicación (de la comunión)
profesor-alumno, el milagro del contagio
de la belleza, el milagro de la inoculación de la poesía. Oculta en la
chabacanería, en la vulgaridad, en la zafiedad y la falta de educación que le
permite la supervivencia diaria, Arturo encuentra un alma, en el fondo no tan alejada de la
suya, a pesar de la distancia medida en años, en formas de vestir y de hablar,
en actitudes y en talante vital; un alma insatisfecha, como la suya, un alma
que arrastra el dolor de la pérdida, de la ausencia, de la soledad, como la
suya; un alma que busca confusamente respuestas, caminos. Si él busca en el
recogimiento casi monacal del museo y en el deslumbramiento casi místico que un
día sintió ante un cuadro de Zurbarán, su joven alumno busca en los mensajes no
fácilmente descifrables que la cultura, por medio del cine, la música y, sobre
todo, la literatura le aportan. Eso sí, de una forma clandestina, que no
destruyan su prestigio de líder de la clase ganado con el gesto duro y la pose
rebelde.
Segundo, porque a pesar de las dolorosas experiencias por
las que habrá de atravesar al final del relato el protagonista, este se
reafirmará en su vocación docente y, en vez de renunciar y dar el portazo que
podría esperarse tras los sucesos que le ocurren y que no desvelaré aquí,
evitará adoptar una actitud escapista para continuar intentando, por adversas
que sean las circunstancias, cumplir con su destino, que “como el de todos, era
el de trabajar por los demás”, derrotando, además, con la sabiduría del humor a
sus agresores y agarrándose, en un final sorprendente y de gran belleza
literaria, a la materialidad gozosa de la vida.
Segundo, porque el universo ficcionalizado en esta historia
no se reduce al mundo de las aulas. Muchos otros aspectos de la vida
contemporánea afloran por aquí y por allá en el desarrollo de una trama
compleja que se abre, sin perder la unidad y la concentración que el género
exige, hacia otras vertientes: el mundo de la televisión y de los inanes
programas del corazón; la entrega, por el contrario, de los profesionales de la
salud; el valor discutido del arte moderno; la impertinencia de los
teleoperadores; las pandillas juveniles; las relaciones paterno-filiales; las
condiciones de vida de los inmigrantes, la dificultad de las relaciones
sentimentales…
Y tercero, last but
not least (como dicen los ingleses), por la propia forma de narrar, por el
vehículo expresivo que sustenta todos esos aspectos temáticos a los que me he
referido. Y es que en “El profesor” encontramos un narrador de estirpe
cervantina, que mira al mundo bienhumoradamente, con desengaño a veces, puede
ser, pero nunca con amargura ni, mucho menos, con resentimiento. Con inmensa
curiosidad, eso sí, con perplejidad desmenuzadora de costumbres, hábitos y
formas de vida contemporáneas. También con discreta ironía distanciadora, que
nos desenmascara las trampas del sistema que, sumergidos como estamos en él,
nos pasan desapercibidas precisamente por su cotidianeidad.
El profesor y otros
cuentos sevillanos, recordémoslo, es el título del libro que presentamos. Y es ciertamente
en Sevilla donde ocurren los hechos de este primer relato. El espacio está
explícita y claramente definido. La calle Lanza, el Museo de Bellas Artes, la
SE-30, la Giralda, la Feria y la Semana Santa, algunas alusiones a
acontecimientos y personajes de su historia no dejan duda alguna. Pero no se
deje el lector engañar por el adjetivo “sevillanos”, esperando prosa
costumbrista o localista. No es el estereotipo lo que importa, no el detalle
folklórico ni la pincelada pintoresca. Se trata, eso sí de un sano realismo que
ubica a los personajes y los acontecimientos en un hic et nunc próximo para hacerlos nuestros semejantes, nuestros
iguales, para dejar claro que es a nosotros a quien nos habla, al hombre
concreto de carne y hueso, a sus perplejidades, a sus desengaños y tristezas, a
sus dificultades y a sus éxitos.
Literatura entrañablemente arraigada en lo humano (la
estirpe de Cervantes, otra vez) es lo que nos ofrece José Manuel Gómez en este
relato y, creo, que en todo el libro. Pues, a mi manera de ver, la postura del
autor es intermedia entre quienes solo aspiran a que sus obras sean testimonio
de la realidad, fotografía de la cotidianeidad y quienes aspiran a convertirlas
en artefactos autónomos, desvinculados del mundo, puro juego estilístico y/o
constructivo. De ahí, su estilo literario, límpido y suelto, que conduce con
total naturalidad, el desarrollo de la historia, sin buscar el protagonismo,
sin deslumbrar, sin estorbar, vamos; pero con certera precisión que sabe
extraer la belleza de la sencillez.
Naturalidad, curiosidad, buen humor, perspicacia,
humanidad, me quedo con esas palabras para terminar y resumir mis impresiones
de lector de El profesor y otros cuentos
sevillanos. ¿Acaso no son cualidades atribuibles también a la persona que
los ha escrito?
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